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sábado, 28 de marzo de 2009


OUIJA CAPITULO II (EL ESPIRITISMO)

Es curioso.
Sorprendente y curioso, sí.
Que a la hora de obtener documentación para trazar un esbozo general del presente volumen —por lo que al espiritismo se refiere—, hemos reunido sobre nuestra mesa de trabajo más de once obras que tratan sobre el susodicho tema desde las ópticas más increíbles y las vertientes más insospechadas. Unas se limitan simplemente a estudiar el fenómeno para luego destruirlo o desvirtuarlo con la aportación de argumentos tan insólitos como inverosímiles basados muchos de ellos en el concurso dogmático y demagógico sobre el que se asientan un buen número de confesiones religiosas. Otras no pasan de ser plagios descarados de textos espíritas procedentes en su mayor parte del que podríamos llamar «padre» del espiritismo, Allan Kardec, cuyo verdadero nombre era Denizard-Hyppolyte-León Rivail, nacido el 3 de octubre de 1804 en Lyon, Francia, autor de innumerables obras sobre el tema específico a que nos referimos. El resto no son más que resúmenes de dudosa estructura que dan una visión confusa y complicada del espiritismo... en ninguna de ellas —¡he ahí lo alucinante!—, si exeptuamos una de sola, hemos encontrado una pregunta sencilla, elemental e importante, como puede ser ésta:
 
¿QUÉ ES EL ESPIRITISMO? ¡Ah!, y ese ejemplar sí formula la pregunta ofrece una respuesta tan pueril vaga y poco reveladora, que no merece la pena de tenida en cuenta.
Nosotros formularemos abiertamente el interrogante parca. darle la contestación que procede de nuestras días, argumentos, y en la que creemos a pies juntillas por considerar que tiene la validez, credibilidad y sentido común suficientes, como para meditar sobre ella y extraer conclusiones.

¿QUÉ ES EL ESPIRITISMO?

Primero, y desde una vertiente instrumentada filosóficamente, diremos que el espiritismo es una doctrina de origen primitivo fundada, más allá de la antonomasica creencia en el dualismo corporal y anímico, en la existencia de un tercer principio, llamado ka por los egipcios, cuerpo astral por los teósofos y periespíritu por los modernos espiritistas.

Los inicios del espiritismo con toda su carga de tenticidad se pierden en la confusa nebulosa de los tiempos. Desde in illo tempore y desde las más antiguas épocas de la historia de la Humanidad, todos los países y culturas han creído en la existencia de algo ignorado más allá y por encima de la muerte. El ser humano es desde los albores de la Creación refractario a perder su identidad, a perder lo que le hace ser lo que es, y siempre ha soñado en una existencia paraterrena perpetuando la inmortalidad de su espíritu en el más allá. Un Más Allá que no le ha importado como fuese ni donde estuviese, llegando incluso a la temeridad de inventar un infierno gobernado por las esencias del Mal, y estando dispuesto al sacrificio de sufrir terribles penas y castigos por toda una eternidad. Lo básico, para el hombre, ha sido la progresión de su otro yo en ignoradas dimensiones de forma que su identidad jamás se perdiese.

El espiritismo ha estado, de esta manera, presente en todas las etapas, y así lo vemos en los Oráculos griegos y romanos, con su reverencia hacia los muertos rodeada de espectacular parafernalia, los ritos y ceremonias, y en la religión egipcia con la seguridad del largo viaje a realizar por el alma (espíritu) hasta llegar a presencia de Osiris.

No obstante, el espiritismo, con diversos nombres y rituales, sufrió una pausa en su devenir bastante prolongada con el advenimiento del cristianismo. Porque si bien esta doctrina admite la existencia del alma, no cree en modo alguno en la posibilidad de que las almas (espíritus), desprendidas de su entorno corpóreo puedan comunicarse con los mortales, prohibiendo taxativamente y considerando como pecado mortal cualquier práctica encaminada por parte de los humanos a entrar en contacto con los espíritus de los muertos, ya que alimentan la creencia de que aquéllas, una vez juzgadas por sus buenas y malas obras en la vida terrenal (hecho éste que tiene grandes similitudes con la doctrina isíaca de los antiguos egipcios), van directamente al cielo o al infierno.
Segundo, y desde una óptica mucho más asequible para cuantos se inician en el conocimiento de esta materia, diremos que se llama espiritismo a todo aquello que se relaciona con el ámbito de los espíritus. Pero, por encima de todo, es la facultad dispensada a algunos mortales para poder comunicarse con el reducto donde habitan aquéllos... Y ¿QUIÉNES SON LOS ESPÍRITUS? Son, sencillamente, los que un día fueron seres humanos y en un momento determinado dejaron de serlo. Y dejaron de serlo por la muerte o consunción de la envoltura corrupta de la carne, momento exacto en que quedaron liberados de la estructura corpórea y se integraron en la dimensión universal.

¿Que es discutible la teoría de que todos tengamos un espíritu que anima nuestra naturaleza corporal? NO, NO ES DISCUTIBLE. Porque pensar que el ser humano se compone únicamente de carne, más que un error, es una auténtica aberración. ¿Acaso nuestro pensamiento es tangible, sólido..., acaso se puede tocar? Supongamos por un momento que sólo fuésemos materia: ¿dónde estaría la verdadera razón de la existencia?, ¿qué argumentos justificarían nuestro desfile por este mundo u otro cualquiera?
Es precisamente el espíritu quien da sentido a todas nuestras existencias. Si no, ¡pobres de nosotros! ¡Más nos valdría no haber nacido! ¿Qué nos llevamos después, aún en el supuesto de que nuestra estancia terrena haya sido placentera, rodeada de comodidad y lujos, de bienestares y gozos? Nada. ¿Qué nos quedaría en ese caso tras producirse la muerte? Nada. ¿De qué habría servido nuestro paso por el orbe de los mortales? De nada.
No puede ser así y la mayoría, afortunadamente, ya lo comprendemos. Los principios fundamentales del Universo apuntan hacia horizontes mucho más trascendentes. No somos tan sólo un cuerpo corrupto que vaga, a veces con más pena que gloria, por un mundo que a buen número de nosotros ofrece escasas compensaciones.

De ahí que tras la muerte nos quede el espíritu en función de esa ley universal a la que antes nos referíamos e incluso en función, permítasenos que lo digamos así, de nuestro propio beneficio.
El espíritu es la verdad. Es ese algo que se perpetúa por los siglos de los siglos, y que nos ofrece la maravillosa oportunidad de conseguir el grado de perfección necesario que en un momento determinado de la imperecedera existencia nos aupará a esa esfera excelsa, al verdadero paraíso, a la quintaesencia que nos tiene reservada la Fuente Creadora.

Pero hasta que ello suceda, nuestro espíritu, cada uno de los espíritus, tiene que sufrir una serie de pruebas
—Reencarnaciones-— que le ayuden en la ardua tarea de obtener ese grado de perfección que hará ya innecesarias las existencias terrenas, las encarnaciones corpóreas, los sacrificios, las experiencias, las penitencias...

Llegados a este punto se nos antoja como muy importante y válida otra pregunta (a la que ya nos hemos referido en la introducción del presente volumen cuando aludíamos a las inquietudes del hombre y su necesidad de saber cómos y por qués). Y no es novedad porque se trata de un interrogante que los humanos venimos formulándonos desde los albores de la Creación: ¿DE DÓNDE VENIMOS Y ADÓNDE VAMOS? Un auténtico misterio. Un profundo interrogante al que sólo podemos encontrar respuesta de dos maneras muy concretas: una, cuando nos integremos en la otra dimensión; o bien a través de algún contacto (por medio de sesiones de espiritismo o de ouija) con espíritus que estén dispuestos a satisfacer o aliviar nuestra ancestral curiosidad. Lo cierto es que el tránsito por los mundos de los seres vivos responde —lo hemos dicho antes— a una necesidad purificadora. Es como si buscásemos la piedra filosofal de nuestra redención para ser merecedores del premio anhelado. De esta manera tenemos contestada parte de la pregunta: vamos en busca de la paz y el reposo definitivos.

Pero... ¿POR QUÉ ENCARNAMOS LA PRIMERA
VEZ? ¿Cuál es el motivo de esa encarnación inicial? Ahí radica el genuino enigma. Porque es de lógica suponer que antes de producirse esa génesis encarnadora, si estábamos en estado de pureza o gracia, no había necesidad alguna de redimirnos a través de una estancia terrena. Mas... ¿Y si en esencia no éramos espíritus puros?

Sea lo que fuere sólo tenemos claro nuestro destino final.
Y para optar a él se nos ofrece el camino de las sucesivas encarnaciones que han de servir, lógicamente, para alcanzar el paraíso, el nirvana, el séptimo cielo, o como cada uno de nosotros quiera llamarlo.

Pero volviendo al principio y renunciando a progresar por laberintos insolubles e insondables que nuestra pobre inteligencia no es capaz de alcanzar..., volviendo al espiritismo y a los espiritus, queremos dejar muy claro que existe un mundo diferente, distinto a éste, un mundo que no es humano, que puede ser una gran parte del Universo y que sirve de morada a aquéllos; un mundo posiblemente tangencial al nuestro pero al que muchos mortales no tenemos acceso dada la condición corporal en que nos hallamos.

¿Y ellos? ¿Tampoco tienen acceso al nuestro? ¿Necesitan o no de nosotros? ¿Es importante la comunicación entre ambos mundos para que, desde el que no conocemos, nos puedan ser aportadas sugerencias, respuestas, estímulos, orientaciones...?
Realmente, la comunicación es necesaria.

Pero este hecho que muchos califican de sacrílego irreverente y que otros contemplan con buena dosis de escepticismo cuando no de burla, está reservado a un grupo de escogidos y privilegiados: los verdaderos espiritistas. Que no deben confundirse con los farsantes charlatanes, con los aprovechados y especuladores, que han convertido esta doctrina o filosofía en un burdo grosero negocio para esquilmar a los crédulos y cándidos.
La comunicación, que nadie lo ponga en tela de juicio, EXISTE.

Continuación de este Post...



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